Miro
por la ventana y sigo los edificios hasta que encuentro el que busco. Hay una
guitarra apoyada contra el cristal del séptimo piso, la persiana a medio subir
y el respaldo de ese sofá incómodo, áspero, apestoso. Supongo que tendrá los
libros y el estuche perfectamente apilados encima de la mesa, que habrá un par de ceniceros rebosantes en algún sitio, que la gata
duerme en el sillón o sobre la cama, que la cocina estará infectada de platos
sucios y basura sin sacar, que las sillas de madera blanca y patas metálicas
siguen recordando a otras décadas. Veo ese salón desde la habitación donde hago
gemir a otra mujer. A la vida le gusta joder con ironía, y que yo lo haga
también. Ella muerde la almohada, el colchón y lo que puede en un vano esfuerzo
por arrancar un trozo al silencio mientras se retuerce despellejando las
sábanas. Hacía tiempo que no hacía eso a una mujer, que no follaba como un
animal, visceral e instintivo, agresivo y dominante, sin piedad. Tiene un culo estupendo y
las gotas de sudor de mi nariz se deslizan por él con cada embestida hasta
mezclarse con los fluidos que empapan sus labios mayores. Lo echaba de menos.
Se corre entre descargas eléctricas, grita e intenta huir. Agarro con fuerza
sus caderas para evitar que se escape. Dejo hematomas con mis huellas
dactilares. Asisto al nacimiento de una nueva católica. Treinta y siete minutos
después, salgo de la cama, desnudo, mojado, con la respiración todavía
entrecortada.
Dice
que va a tener que dejar de verme si quiere seguir de una pieza, me enseña mis
dientes marcados en su cuello y su pecho, en sus muslos. Y mis huellas. Me
aparto el pelo de la cara, enciendo un cigarro y busco el séptimo piso. No hay nadie.
El ascensor
es estrecho y profundo, demasiado nuevo, se nota que no debería de estar ahí.
Salgo a la calle y está oscuro, es más tarde de lo que pensaba. Bajo por la
acera izquierda de una calle enorme y llena de escaparates que iluminan el
suelo. Tengo que ir por algo de comida si no quiero cenar tabaco. Decido
comprar para toda la semana y evitar el suplicio de deambular entre los
pasillos fluorescentes a diario. Lanzo la colilla del cigarro lejos y entro.
Recorro los pasillos sin mirarlos, ya sé dónde están las cosas que quiero.
A la vida le
gusta joder con ironía. Ahora estamos cara a cara en el pasillo del
supermercado, las pupilas dilatadas y enfrentadas. Se atreve a clavarme los
ojos. Todavía tengo la polla irritada y noto su pulso bajo mi pantalón. Lleva
su sombrero, ese estúpido sombrero. Me sigue jodiendo después de muerta, con su sombrero como si fuera
feliz, como si pudiera ser feliz sin mí, cuanta prepotencia hay en una sola
imagen. Sigue jodiendo después de muerta. Como
un fantasma. Como algo que no existe pero no se va.